La paradoja de la inmortalidad
Por: César Daniel Delgado
Al siguiente amanecer, el 15 de junio, sus obras seguían existiendo, sus letras permanecían en las mentes más poéticas y en los corazones más sensibles. Su cuerpo, al contrario, ya no estaba entre nosotros. Podemos asegurar, sin ningún temor a equivocarnos, que en un futuro muy cercano, digamos mil o dos mil años, los jóvenes (¿podrá decirse, en aquellos tiempos futuros, que alguien es joven a los 90 años de edad?) seguirán leyendo, releyendo, recordando y asombrándose con las historias de Borges.
Es decir, Jorge Luis Borges es inmortal.
Aquí me asalta una duda: ¿sólo son eternas sus historias o también lo es su humanidad, su nombre? Considero que ambas facetas serán imperecederas. ¿El Aleph y Ficciones llevan encadenados esos dos nombres y ese apellido que conforman un conjunto único, plenamente identificable por cualquier lector curioso? Por supuesto que sí. Sin embargo, ¿podríamos amar esos cuentos fantásticos, irrepetibles y vibrantes, sin saber quién los escribió? Tal vez; la Epopeya de Gilgamesh es un gran ejemplo. Un relato corto (¿corto?) que narra la búsqueda de la inmortalidad y que es considerado la primera pieza de la literatura universal, una obra anónima, sin autor conocido, pero con una huella indeleble en la brevísima y convulsionada historia del Homo sapiens.
Si fuéramos inmortales (que el universo nos libre de eso: ¿quién sería capaz de soportar por toda la vida a tantos arrogantes, corruptos y violentos que andan sueltos por el mundo?) tal vez no escribiríamos, pues tendríamos la plena confianza de vivenciar todos los escenarios posibles de la vida. Imaginar, fantasear, ficcionar (debería existir este verbo), ya no tendrían un sustento, una justificación para permitirnos vivir.
He aquí la paradoja de la inmortalidad: creamos arte, es decir inmortalidad, porque somos mortales, siendo conscientes de que no estaremos presentes para saber si será inmortal. Pero si fuéramos inmortales para poder ver nuestro legado, no crearíamos nada.
Murió el 14 de junio de 1986, en Ginebra.
Al siguiente amanecer, el 15 de junio, sus obras seguían existiendo, sus letras permanecían en las mentes más poéticas y en los corazones más sensibles. Su cuerpo, al contrario, ya no estaba entre nosotros. Podemos asegurar, sin ningún temor a equivocarnos, que en un futuro muy cercano, digamos mil o dos mil años, los jóvenes (¿podrá decirse, en aquellos tiempos futuros, que alguien es joven a los 90 años de edad?) seguirán leyendo, releyendo, recordando y asombrándose con las historias de Borges.
Es decir, Jorge Luis Borges es inmortal.
Aquí me asalta una duda: ¿sólo son eternas sus historias o también lo es su humanidad, su nombre? Considero que ambas facetas serán imperecederas. ¿El Aleph y Ficciones llevan encadenados esos dos nombres y ese apellido que conforman un conjunto único, plenamente identificable por cualquier lector curioso? Por supuesto que sí. Sin embargo, ¿podríamos amar esos cuentos fantásticos, irrepetibles y vibrantes, sin saber quién los escribió? Tal vez; la Epopeya de Gilgamesh es un gran ejemplo. Un relato corto (¿corto?) que narra la búsqueda de la inmortalidad y que es considerado la primera pieza de la literatura universal, una obra anónima, sin autor conocido, pero con una huella indeleble en la brevísima y convulsionada historia del Homo sapiens.
Usemos la herramienta más perfecta de la evolución, la imaginación, y
concibamos una fantasía por un momento, como lo hacía el erudito argentino
(ahora universal) todo el tiempo, en la que un diluvio mágico borra de un
plumazo el nombre del autor en todos sus libros, sean de papel, electrónicos y
de otros materiales ahora desconocidos, y además, para tristeza infinita, es
sustraído de los cerebros que guardan su memoria.
¿Qué pasaría con Borges?
Borges, el humano, caería en el hondo pozo del olvido. Borges, el
escritor, se mantendría vivo y fortalecido a través de sus historias que
parecen abarcar toda la literatura. Porque el escritor, cualquiera que sea su
nombre, como cualquier otro buen artista, intenta dejar un mensaje, una idea
que cambie el mundo. Queremos (digo “queremos”, porque me gusta escribir aunque
nunca podré llegar al nivel de Borges) ver nuestras obras vigentes en la
eternidad, siendo conscientes, aunque nadie lo sabe, de que después de fallecer
no seremos testigos del impacto y la continuidad de nuestros escritos en las generaciones
venideras. Escribimos para que nuestros relatos vivan eternamente, aunque no
podremos gozar de esa dicha infinita.
Si fuéramos inmortales (que el universo nos libre de eso: ¿quién sería capaz de soportar por toda la vida a tantos arrogantes, corruptos y violentos que andan sueltos por el mundo?) tal vez no escribiríamos, pues tendríamos la plena confianza de vivenciar todos los escenarios posibles de la vida. Imaginar, fantasear, ficcionar (debería existir este verbo), ya no tendrían un sustento, una justificación para permitirnos vivir.
He aquí la paradoja de la inmortalidad: creamos arte, es decir inmortalidad, porque somos mortales, siendo conscientes de que no estaremos presentes para saber si será inmortal. Pero si fuéramos inmortales para poder ver nuestro legado, no crearíamos nada.
El arte sólo existe porque somos mortales y sin él no podríamos vivir.
Luego, Jorge Luis Borges, el escritor, es inmortal.
César, es muy lúcida y emotiva tu reflexión. El juego entre el Borges humano y su obra es muy interesante. Y como concluyes, Borges será inmortal. Un abrazo.
ResponderBorrarLa reflexión nos lleva a pensar que tal vez los que no conocemos de Borges debemos empezar a buscar y leer porque nos estamos perdiendo de una gran obra.
ResponderBorrarGracias!!
Mortalidad vs inmortalidad.
ResponderBorrarExcelente reflexión para mirar toda manifestación del arte desde este gran artículo.
Gracias Cesar.